Los hijos del divorcio



Hagamos un ejercicio. Arrodillémonos en el piso e imaginemos por un momento que vemos el mundo desde allí, desde la altura que lo ven nuestros hijos.
¿Cómo perciben ellos el proceso del divorcio?
En "Divorcio, lo que los hijos querrían que sus padres supieran", el doctor Lee Salk, psicólogo infantil, explica que “la única preocupación avasalladora que el niño poseerá con seguridad, y quizá más encubierta que manifiesta, es saber si algo de lo que él mismo ha hecho puede haber causado la ruptura del matrimonio de sus padres. En otras palabras: -¿Qué fue lo que hice para provocar el divorcio?”.
No hay que olvidar que, tal como explica Salk, “los chicos de menor edad, entre los dos y los cinco años, tienden a ver el mundo en un sentido más egocéntrico. En cierto sentido, sienten que las cosas suceden porque ellos las han provocado. Por ejemplo, un niño, caminando por la calle, ve la luna detrás suyo y observa: “La luna me está siguiendo”.
En forma similar, los chicos oyen a veces afirmaciones que los padres lanzan desaprensivamente al aire en un momento de enojo, y luego las distorsionan. Hay que tener en cuenta que los chicos, entre los cinco y los seis años, son absolutamente literales a la hora de interpretar lo que oyen: si un niño escucha que uno de sus padres comenta, por ejemplo, que “mataría” al otro, bien puede no interpretarlo como una expresión. Él siente que efectivamente un padre puede matar al otro, y carga con la angustia y la ansiedad que le genera decidir si interviene o deja que eso suceda.
Los padres en proceso de divorcio hablan por teléfono con sus amigos, sus abogados y familiares y pocas veces tienen en cuenta aquella personita silenciosa que escucha, absorbe y procesa la información de la única manera de puede.
Quien haya padecido la incertidumbre, la angustia, el dolor y el miedo que provocan una separación, puede aproximarse a lo que siente un chico cuando sus padres se separan. Porque él siente lo mismo, aunque agravado por una fuerte inseguridad y el sentimiento de abandono cuando su mamá debe salir a trabajar, y su papá ya no vive en casa.
El niño se siente profundamente solo, y aunque reciba apoyo de terceros, esta sensación continúa y puede prolongarse por mucho tiempo.
Los “síntomas” son inequívocos: los niños pequeños manifiestan dificultades para dormir y se despiertan sobresaltados en medio de la noche, los mayores disminuyen su rendimiento en la escuela. “El común denominador –como apunta Héctor Simeón en su libro Los argentinos y el divorcio– sigue siendo la soledad. Y eso significa depresión, efectos psicosomáticos, relaciones defectuosas con los compañeros de clase y dificultades en el aprendizaje”.
Los hijos del divorcio seguramente tendrán una adolescencia turbulenta, signada por la búsqueda de afecto que hoy no sienten. Para reemplazar el hogar perdido, buscarán grupos de contención de cualquier signo y es probable –las estadísticas en este sentido son contundentes– que el alcohol y la droga los tienten, a falta de mejor refugio. Según Simeón, cuando el divorcio de los padres ocurre mientras los hijos son adolescentes, “el proceso para conseguir una personalidad propia también resulta involucrado en el conflicto. La reacción defensiva consiste en aparentar una mayor madurez de la que poseen. Se debe a un intento de controlar la ansiedad y de tantear los límites de la nueva situación familiar. Otros estudios revelan también una cierta precocidad en el comportamiento sexual de los adolescentes en esta situación. Se trataría –concluye Simeoni– de un medio de encontrar compañía a cualquier costo”.
Con esta carga de confusión y soledad, difícilmente puedan integrarse a la sociedad como adultos psicológicamente sanos.
El error más frecuente de los padres separados es utilizar a sus hijos en las discusiones y desvalorizaciones mutuas. Los padres “se tiran los chicos por la cabeza”. Los hijos escuchan de uno de sus padres la lista de pecados del otro, encabezados con aquello de “porque tu padre...”, y no pueden evitar las dudas (y la culpa que estas dudas les provocan) sobre si aquello que dicen de su padre o su madre es cierto. Dudas que el hijo va a cargar como un lastre, grabadas a fuego en su personalidad adulta.
Durante los meses siguientes a la separación, los padres entran en un período “adolescente”, como si tuvieran la necesidad de enhebrar su historia en el punto en que la dejaron antes del matrimonio. En la confusión, olvidan contener y educar a sus hijos en el momento en que más lo necesitan, y los convierten en “amigos”, testigos y confidentes de sus noveles aventuras.
No se dan cuenta de que cuando un padre habla mal del otro y adopta actitudes “adolescentes” que avergüenzan a sus hijos; cuando vuelven a formar una pareja y los obligan, sin derecho a voz ni voto, a convivir con la madrastra o padrastro; cuando no los contienen ni limitan, están alentando contra la formación de esos niños, y condicionando su futuro.
Estas conductas crean en los niños los llamados conflictos de lealtad, y los obligan a favorecer a uno u otro padre. Frente a este dilema, el niño considera más fuerte al padre que ganó el derecho de permanencia en el hogar.
Todos los hijos del divorcio comparten una fantasía: la de ver a sus padres nuevamente reunidos. Cuando finalmente comprueban que la situación es irreversible, entran en el período que Simeoni clasifica como “de aflicción”: -Uno de los principales síntomas es el disgusto y la hostilidad. La reacción generalmente se enfoca hacia el padre con el que viven. La situación típica consiste en culpar a la madre por no haber hecho lo posible por mantener unida a la familia. En los encuentros con el otro progenitor –sigue Simeoni– no se atreven a expresar completamente su disgusto, por temor a completar la pérdida en la relación”.
Esta cautela, por parte del niño, se corresponde con datos reales. Según las estadísticas, a los dos meses de producida la sentencia de divorcio el cincuenta por ciento de los padres ven a sus hijos sólo una vez por semana. Tres años después, la mitad de estos padres ya no visitan a sus hijos.
El pronóstico es que ese chico, cuando sea adulto, posiblemente repetirá la historia de sus padres, porque no hubo traspasamiento generacional: ninguno de sus padres pudo capitalizar el fracaso como para enseñarle la dirección correcta. En el afán de justificarse, ante la incapacidad de enfrentar el problema y cuestionarse el porqué del fracaso, ninguno de los dos pudo romper con la hipocresía y decirle “nosotros nos equivocamos, éste no es el camino”.
El divorcio de los padres no es, en sí mismo, generador de los problemas y perturbaciones que habitualmente sufren los hijos. Los psicólogos coinciden en señalar que lo que enferma a los chicos es la ambigüedad –esa forma de mentira– y la falta de modelos.
Los hijos necesitan entender qué paso en su familia, porqué sus padres ya no viven juntos, pero ¿cómo contestarles, si nosotros tampoco tenemos las respuestas? ¿Hasta dónde contarles, para no lastimarlos?
Paradójicamente, los mismos padres que durante su etapa “adolescente” les cuentan a sus hijos desaprensivamente sus intimidades de adultos tienden a ocultarles la verdad sobre la separación. Piensan, erróneamente, que conversar de determinados temas es perjudicial para ellos. En estos casos, el silencio nunca es salud, y los padres debemos sincerarnos con los chicos y animarnos a hacer una fuerte autocrítica, para que nuestra versión sea lo más objetiva posible.
En su libro Cuando los padres se separan, Franscoise Dolto aconseja: “Si ambos padres hablaran entre ellos y con sus hijos de su proyecto de separarse, a los niños les sería más fácil aportar sugerencias, matices, modificaciones, hacer cambios en el proyecto en lo que a ellos concierne”.
Pero, durante el proceso de separación, los niños son ignorados. Aun los más pequeños perciben el conflicto y entienden que se está definiendo, también, su vida.
Sin embargo, en la pelea hogareña y aun durante los juicios de divorcio son tratados como meros “incidentes”, un elemento más de la negociación. Salvo en casos aislados, no se los entrevista ni se toman medidas necesarias para conocer en qué situación anímica y emocional se encuentran.

La pérdida de roles
“Yo hago de mamá y papá”. Esta frase, tan común en padres divorciados, sólo intenta una justificación del daño que se le está produciendo al hijo.
Ninguno de los padres puede suplir el rol del otro: ninguna mamá puede afeitarse por las mañanas ni guiñarle el ojo a su hijo, cómplice, cuando se le cruza una mujer hermosa en la calle. Ningún papá puede depilarse, ni pintarse las uñas, o ponerse tacos altos.
Para la formación de los niños es sumamente importante diferenciar claramente las imágenes materna y paterna porque sólo así podrá el chico conformar su propia identidad, y esclarecer su función sexual.
Cada padre proporciona la mitad de la identidad de un niño, y esta mitad es intransferible.
En su libre ¿Qué padres? ¿Qué hijos?, la socióloga francesa Evelyne Sullerot dice que “la educación de los hijos pasó casi enteramente a ser controlada por las madres. ¿Cómo pudimos llegar a esta situación? ¿Qué sociedad nacerá de esos hijos sin padres?”, se pregunta.
Según la socióloga, “a partir del momento en que las mujeres comenzaron a tener funciones antes exclusivas de los padres, la figura paterna se fue diluyendo”. Este derrumbe de la imagen paterna, “un sistema patriarcal que se viene abajo”, provoca serias dificultades en los hijos. “Niños y niñas –explica Sullerot– tendrán problemas por no tener al padre a su lado. Hace tiempo que los psiquiatras previenen sobre los problemas de los adolescentes de hoy, hijos de separados que viven con sus madres. Generalmente no saben cuál es el papel del hombre y el de la mujer en la sociedad”.
Una nena que viva sola con su madre tendrá dificultades en su relación con los hombres en la edad adulta. Ella entrará en la adolescencia escuchando cómo su madre degrada y desvaloriza al padre, y podrá temer o despreciar varones.
Les tiene miedo porque los percibe diferentes a ella, pero no conoce sus conductas; los desprecia porque esa relación trasvasada por su madre es su única referencia.
De la misma manera, en el caso de los niños que han perdido el rol de la mujer como madre se nota desvalorización constante hacia la imagen femenina.
Para ambos, el resultado se una deformación de la personalidad que va a impedir una natural interrelación con sus padres en el futuro.
A veces resulta importante suplir el rol faltante. Para que eso se produzca debe existir la certeza de que la ausencia del padre –ya sea por fallecimiento o por abandono comprobado– es definitiva.
Incluso en el caso de fallecimiento, Evelyne Sullerot destaca que “un padre muerto, cuya fotografía está sobre el televisor, a quien toda la familia recuerda con cariño, estará presente en la vida del niño. El niño –explica– mantiene una referencia paterna con la cual se puede identificar”.
Muchos padres convivientes propician una sustitución maliciosa. Por comodidad, porque la relación del hijo con su padre biológico genera situaciones tensas a la hora de la visita, o porque quieren “castigar” al padre privándolo del afecto de su hijo, dificultan la relación del padre no conviviente y “boicotean” sus visitas hasta convertirlo en un involuntario padre abandónico. Al mismo tiempo, estimulan el vínculo entre sus hijos y su nueva pareja.
Este juego de sustituciones no sólo afecta a quien resulta excluido: el niño necesita a su mamá y a su papá y ellos son, ni más ni menos, quienes son. A pesar de la opinión o preferencia de alguno de sus padres o del entorno, un padre no puede ser reemplazado por alguien “más adecuado”.
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